EMBARAZOS COMPLICADOS

La difícil situación de los embarazos en Nicaragua

Yo, mujer, persona y ciudadana. Estaba temblando, pero no de frío. Tenía mareos y el dolor en el extremo izquierdo de mi vientre era más que insoportable. Cuando entró aquella mujer sus palabras llenas de seguridad y auto convicción fueron para mí una esperanza de vida.
Horas antes todo era desesperante. Y me decía en mi interior: Leslie, estás saboreando la amargura de la inequidad.
Por ser mujer estás aquí soportando dolor y esperando que otros decidan por vos.
¿Y quién de todas estas personas que decidirán por vos piensa realmente en tu derecho a vivir y en el derecho de tu hijo de nueve años a no perder a su madre?
Días después le comenté a mi pareja que me parecería increíble cómo aún en aquellos momentos pensé realmente desde una perspectiva de género, en mi derecho a vivir. Probablemente las discusiones e intercambios realizados en mi curso de diplomado “Desarrollo, Género y Comunicación” me permitieron reflexionar y demandar mi derecho a la vida. Ahora estás vos leyendo lo que escribo. Escribo desde mis sentimientos, emociones y necesidades como persona.
Desde mis percepciones, prácticas y roles como mujer. Desde mi conciencia como ciudadana en pleno ejercicio de sus derechos. Quiero que conozcas mi historia, tengo la intención de mostrarte la perversidad de este sistema, que llega al límite de quitarte la vida o de concederte permiso para conservarla.
Mi experiencia fue enfrentar un embarazo ectópico
Este sistema androcéntrico, machista y patriarcal, mediante sus leyes punitivas y sus normas ideológicas, aún cuando la ciencia explica la inviabilidad de este tipo de embarazo, estuvo dispuesto a arrebatarme el derecho a la vida.
Este sistema se encargó de que la realidad biológica de un embarazo inviable se transformara en una experiencia de género.
Cuando ya tenía siete semanas y media de gestación yo aún no estaba enterada de mi embarazo. Mi período menstrual tenía su curso normal.
Al menos, eso creía. Hasta el 4 de junio, cuando fui a emergencias por un fuerte dolor en mi vientre. Sorpresa: la prueba fue positiva. “Tiene amenaza de aborto”, me dijo el doctor. Me indicó una semana de reposo. El 16 de junio fui de nuevo a emergencias y el ultrasonido detectó que el embrión estaba implantado no en el útero, sino en el ovario izquierdo.
La doctora que me ingresó a observación me explicó mi situación: “Tiene un embarazo ectópico, pero debido a la ley que prohíbe su interrupción, debemos esperar a que el embrión muera”. Yo le respondí: “Sé bien lo que es un embarazo ectópico y sé lo que dice la ley, pero también sé que mi vida corre peligro y que depende de ustedes dejarme morir”. Con diez frases diferente, la doctora quiso responderme de forma esquiva, tratando de maquillar la realidad.
El mandato de parir aún a costa de la propia vida es una “divisoria impuesta socialmente a partir de relaciones de poder”, como diría Gayle Rubín.

Divisoria que asigna espacios, tareas, deseos, derechos, obligaciones.
Asignaciones y mandatos que permiten o prohíben, definen y constriñen nuestras posibilidades de acción. En otras condiciones yo hubiera llevado a término mi embarazo. Pero mi vida estaba en peligro y tenía derecho a exigir su resguardo. Lo demandé como mujer y como ciudadana. Tener que demandarlo fue una experiencia que me afectó física, emocional y también espiritualmente.
Una de las normativas del Ministerio de Salud dice que “la muerte de una mujer por causas derivadas del embarazo, parto o aborto, es fiel reflejo del grado de desarrollo de un país. Por tanto, debe ser motivo de preocupación nacional el hecho de que la gran mayoría de las muertes que ocurren pueden ser evitadas en un 95% de los casos”. Sin embargo, yo no tuve acceso a un servicio de salud que reflejara el respeto a esta disposición. Y estoy segura de que si aquella médica que me atendió al final no hubiese tomado la decisión de salvar mi vida no estaría escribiendo todo esto. Ni siquiera después de la intervención que me hicieron me aclararon qué consecuencias de salud podría experimentar. Después de mi experiencia, ¿cómo confiar mi vida en manos de quien es “el garante” de nuestros derechos ciudadanos, el Estado? ¿Cómo hacerlo cuando con hechos me demostraron la poca responsabilidad que asumían ante mi estado de salud?
Por muchos avances que ha logrado, la ciencia no cuenta con las posibilidades para llevar a término todos los embarazos. El tipificado como ectópico es uno de ellos.
El embrión no puede desarrollarse en el ovario, carece de condiciones y de espacio para hacerlo. Pero algo tan relevante no parece ser considerado por el Estado para dar una respuesta efectiva.
La realidad es que, a pesar de todos los avances en el reconocimiento de derechos y en el desarrollo de la ciencia médica, el cuerpo de nosotras las mujeres continúa siendo un territorio sobre el que médicos, jerarcas de iglesias, maridos, familia y hasta desconocidos se otorgan el derecho a decidir qué es lo mejor.
Con sus dogmas, la religión me decía que debía renunciar a la vida. Si no lo hacía, me consideraría una asesina y me culpabilizaría. Mediante sus leyes, el Estado me imponía aceptar la maternidad aún si pagando con mi propia vida. Si no lo aceptaba, me castigaría con su sistema punitivo. ¿Y los medios de comunicación? Con un relato de hechos donde no habría un ejercicio investigativo -reseñando causas, consecuencias y diversidad de ópticas, también una perspectiva de género- los medios de comunicación me expondrían a la luz pública. Es así: la fe me culpa, el Estado me impone y los medios me exponen. Son tres pilares que sostienen el sistema androcéntrico y patriarcal en el que vivimos. Los tres se encargan de convertir mi sexo biológico (mujer con ovarios y vagina, que puede embarazarse y parir) en género social (mujer que debe cumplir su rol social de reproducción).
Mi fe en un Dios creador del Universo, que manifestó en su hijo Jesús el dogma del Amor amor a mí misma y a los demás- me dice que no puedo concebirlo como un Dios que promueve sufrimiento y dolor, menos aún si me considero su hija amada. Por eso, no podía asumir los mensajes de pastores y religiosos que exhiben potestad sobre la vida de las mujeres negando el derecho al aborto terapéutico. Esos mensajes contradicen totalmente la filosofía del amor predicada por Jesús y manifestada en su propia vida.
Si considero al Estado garante de mis derechos, ha hecho todo lo contrario al penalizar el aborto bajo cualquier circunstancia, cuando desde 1893 el Código Penal, en su artículo 165, permitía la interrupción del embarazo para salvar la vida de la mujer. En mi caso, el Estado me prohibía actuar en defensa de mi derecho a vivir y a decidir y me sancionaba con un período de uno a tres años de prisión si no cumplía con su imposición de aceptar la muerte prohibiendo mi derecho al aborto terapéutico.
Las leyes son normas que rigen nuestra conducta social y si nuestra ley prohíbe dar respuestas para defender nuestro derecho a la vida las leyes están legitimando una conducta social contraria a los derechos humanos y a los principios de la democracia (igualdad, equidad, justicia, fraternidad, pluralismo, respeto, libertad).
Por Leslie Briceño
Testimonio Ganador del Premio al Periodismo Nacional Conchita Palacios